Por: Víctor Hugo Díaz Xolalpa
Ojalá lo maten. Así le receba la Jenny al San Judas de metro y medio que tenía en el jardín de su casa. No era la primera vez que le pedía a san Judas tal cosa, pero esta vez un golpe en seco sobresalto a la Jenny que tan entretenida estaba rezándole a esa estatua de mirada severa. Se levantó en chinga y fue a ver que se había caído y nada, sólo una pala que resbalo de la pared al piso. La levanto y la dejo junto al machete con el que quitaban la hierba que crecía junto al altar del San Judas.
La Jenny era una morra de mirada pizpereta, con el pelo
entre pintado de rubio cenizo y rojizo
intenso, siempre usaba playeras con palabras en inglés bordadas en lentejuela
brillosa de esas bien nice que venden en cualquier tianguis, mayones ajustados
y encima unos shorts diminutos de mezclilla
que ingenuamente los usaba sólo
para que no se le notarán las tangas que
tanto le gustaban usar.
Un día se pintarrajeo, se
echó un chingo de spray y perfume y espero al Brayan sentada en la banqueta afuera de su casa.
Pinche Brayan llego bien tarde y bien pedo. La Jenny se enojó y lo mando por un
tubo. Enojo que se le pasó de volada después del que Bryan le metiera mano por
aquí y por allá y sobre todo que le prometiera que pronto se le iba llevar
lejos, quien sabe hasta dónde, pero bien lejos. La Jenny llena de ilusión se
trepo a la motoneta tuneada con luces neón y estéreo surround. Atravesaron calles y avenidas hasta llegar al
terreno baldío en las faldas de un cerro. Ahí el Brayan le hablo bonito a la Jenny,
le susurró al oído y quién sabe si fueron las palabras de amor o el
aliento alcohólico lo que mareo a la Jenny, que rápido se quitó el short, se
levantó la playera y dejo que el Brayan desgarrara sus mayones y le quitara la
tanga.
Inclinada y con las manos
sobre la moto, mientras el Brayan como
un perro sobre ella la penetraba, recordó la vez que lo conoció. Fue en una fiesta de esas de reggaetón, en la
oscuridad, entre luces strobo y activo, el Brayan se le acerco le tendió la
mano con un trozo de papel higiénico
bañado en tiner. Eso y después de haber salido huyendo de su casa de los golpes de su madre y de las
acusaciones de su padrastro de ser una
pinche huevona, era lo más maravilloso
que alguien podía hacer por ella, ese día y toda la vida. Mientras
el Bryan bramaba de lujuria, ella lo hacía de amor por aquellos momentos
que venían a su cabeza. El Brayan grito, le dio una nalgada y se subió los
pantalones. Ella se puso la tanga y los shorts, se bajó la playera medio
desilusionada porque esperaba que lengua y los labios del Brayan pasaran por
sus pezones. Los mayones se quedaron ahí
no más sobre las hierbas.
Se subieron a la moto para
regresar, la Jenny iba recostada en la espalda del Brayan, dejando que el aire acariciara
con ternura su rostro, sus sueños, sus esperanzas. El ronronear de la moto se
mezclaba con una rola vieja de
reggaetón, “Pobre diabla”. La motoneta
atravesó la noche esquivando autos y la vida.
Ese día al llegar a su casa
su madre con toda la saña y la crueldad
del mundo golpeo a la Jenny por llegar
tarde, por puta, mientras que su
padrastro miraba el futbol y enfurecido
gritaba para que no hicieran tanto ruido.
El día de San Judas, la
Jenny le confeso al Brayan que estaba embarazada. Después de llevar a misa al
San Judas de metro y medio de altura y de ser empapados de agua bendita, de
haber puesto en su altar en medio del Jardín a aquel monumento a la fe, frente
a San Judas, la Jenny tomo al Brayan de la mano casi como la vez que se
conocieron, sólo que esta vez ella le tendió su vida. El Brayan la soltó, le
dijo quién sabe qué tantas cosas y la dejo frente a San Judas.
Se hinco y empezó llorar, a
rezarle al San Judas, ojalá lo maten, le pedía.
La pala cayó y en ese mismo momento lejos, muy lejos como quería la
Jenny que se la llevara el Brayan, un carro choco contra la motoneta, el Bryan
salió disparado, su cabeza choco contra el filo de una banqueta, su cráneo
exploto. La ambulancia prácticamente se llevó sólo el cuerpo, lo poco que
quedaba de su cabeza había sido tragado por un par de perros hambrientos que se
acercaron y que nadie de los curiosos los ahuyento. En realidad los que
acercaron sólo lo hicieron para llevarse
la cartera y lo que quedaba de la motoneta. El auto que lo aventó se fue, como
él de la Jenny.
La Jenny volvió a tomar la
pala, recordó que ni una de las tantas veces que le había rezado al San Judas
este jamás le había concedido un sólo milagro. Levanto la pala, se tragó su
tristeza, su derrota, sus esperanzas y dejo caer la pala sobre la cabeza del
San Judas que al igual que la cabeza del Brayan exploto. Con un frenesí incontenible la Jenny golpeo una y otra vez
al San Judas hasta dejar la estatua de metro y medio en mil pedazos
irreconocibles.
La madre al escuchar el
ruido salió al jardín, miro a la Jenny
que lloraba con la pala en las manos en medio de los miles de pedazos
que quedaban del San Judas. Se quedó por un momento contemplando a la Jenny, a
su hija. Pensando en su esposo, que miraba el futbol adentro de la casa, en el
padrastro de la Jenny que la había violado quien sabe cuántas veces.
La madre tomo el machete, lo
alzo sobre el cuerpo de la Jenny, lo detuvo en lo alto por un momento mientras
miraba las estrellas y la luna, era un noche hermosa.
La primera vez que su esposo
violo a la Jenny, ella no hizo nada. Al
otro día sin saber por qué regreso con el San Judas de metro y medio y se lo
regalo a la Jenny, entre las dos hicieron el altar en el jardín. La Jenny con
la pala hacia los hoyos para las rosas que iban a sembrar mientras la madre con el machete quitaba las hierbas.
Una pequeña nube cubrió la
luna, la madre bajo la mirada y dejo caer el machete sobre la Jenny.
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