sábado, 4 de abril de 2015

Crónicas NarcoMarcianas

Por Víctor Hugo Díaz Xolalpa

I
Los cuatro

Una suburban dorada con los cristales ahumados… pasó echa la madre sobre la avenida y tras ella iban dos camionetas de la policía federal atascadas de guachos, dos cuadras más adelante frente a un oxxo se detuvieron las tres trocas, ahí paso todo el desmadre. 
Un helicóptero sobrevolaba la manzana, el humo comenzaba a alzarse, la gente dejó de asomarse por la ventana, el ambiente tenía cierta electricidad, por un instante hubo silencio, un silencio insoportable. “Jálale” fue el grito que desató el infierno.  
La  suburban se detuvo bruscamente frente al oxxo, de ahí, en chinga bajaron los cuatro primos Jeremías, Marcos, Pablo y Everardo, todos llevaban puesto chalecos antibalas y cada uno llevaba su propio cuerno de chivo y un par de granadas.
Jeremías el mayor de los primos fue el que grito “jálale” y al instante los cuatro comenzaron a dispararle a las dos trocas de guachos que los seguían, a los primeros  balazos Marcos le dio al conductor de la primer camioneta, esta se giro bruscamente  y fue a chocar contra un poste de luz, sólo tres salieron corriendo hacia la segunda camioneta que ya estaba aparcada en medio de la calle donde los demás policías se cubrían y disparaban.  Los tres  que salieron vivos del choque corrían desesperadamente haciendo todo lo posible por salvarse, dos alcanzaron a llegar, el otro murió cuando una bala de sus propios compañeros le dio justo cuando gritaba “maten a esos hijos de la chinga…” la bala entró por su boca.
Mientras que atrás de la camioneta unos federales pedían refuerzos y otros disparaban con una locura, que los balazos salían por todos lados, menos a su objetivo. Del otro Marcos y Jeremías seguían disparando, Pablo saco una de sus granadas y la lanzo a la camioneta que había chocado… Everardo subió a la camioneta y puso un corrido a todo volumen, cuando bajó grito ¡ahuevo! Dejando escapar de un jalón todos los tiros de su cuerno. En los ojos de los cuatro primos se miraba el reflejo del fuego provocado por la explosión.
Los federales iban cayendo uno a uno hasta que todos murieron. Se escuchaban las sirenas a los lejos, el helicóptero dio una señal a los cuatro primos y estos treparon a la suburban, Everardo se arrancó y al pasar a lado de la otra camioneta Pablo aventó otra de las granadas. Acelerando y con la música a todo volumen se perdieron entre las calles de la ciudad. 
Al día siguiente, en las noticas apareció que los supuestos policías federales que habían muerto acribillados a manos de la delincuencia organizada eran sicarios disfrazados de federales. Mientras los del otro bando no se supo quienes fueron, sólo que iban en un suburban dorada, cuidados y guiados por un helicóptero.
Tres días después en un restaurant de mariscos entre cervezas y música de banda en vivo, los cuatro primos negociaban con el procurador del estado la plaza que por derecho les pertenecía y que el gobernador había cedido a los contras.

   II
Archivos de mi vida

¡Súbele, todo el puto volumen! Pinche rola está bien chingona, dice mientras destapa la Tecate bien fría y le da un trago largo. Saca una cajetilla de cigarros y me ofrece uno. ¿No te late?, me pregunta sin voltearme a ver, mirando para todos lados. Pos esta chida la rola, le digo mientras le doy una calada al cigarro.

Cámaras, ¿tons qué, le marco a mis perros pa’ que nos traigan unos de a cien? Me dice mientras mira por el retrovisor, como asegurándose de que nadie nos siga. Pero primero vamos al OXXO por parque, de una vez ¡no? Enciende el carro, acelera y lanza la lata de cerveza por la ventanilla.

Everardo tiene 24 años, es medio desconfiando, sigiloso, desmadroso, le gusta escuchar al Gerardo Ortiz a todo volumen. Es apiñonado, medio alto, ojos café claro. Cuando habla lo hace entrecortado, como si pensara cada palabra, pero no es eso, es que siempre anda alerta o alterado, pa’ que se entienda mejor, tiene paranoia.

La escuela no le gustó. Se salió cuando iba en el tercer semestre de una de esas prepas de “López Obrador”, de ahí se jaló al mercado a trabajar ayudándole a una tía en un puesto de comida. Pinche vieja, me traía en chinga y pos la mande chingar a su madre, me dijo el día que lo conocí en una fiesta, no me acuerdo si fue porque le regale un cigarro por lo que empezamos hablar.

Llegamos al OXXO. Dos doce de titanium, de una vez pa’ no dar vueltas, porque esto va pa´largo y hay que andar al pendiente. Saca el celular y marca. Arre, mi perro ¿dónde andas?... ¡Ahuevo!... Simón… Pues unos cuatro… Lo volteo a ver y le digo, ¡No mames, estas bien pendejo!... Me ignora y sigue hablando, ¡Nel, nel, tráeme seis, chingue a su madre!

Después de ahí pues le busqué por internet y me topé con la chamba donde andaba, ahí en el segundo piso, cobrando en las casetas, pura pinche morra bien chingona pasaba , una vez pasó una que llevaba una minifalda y no mames, no llevaba calzones, pero espérame voy por otras chelas. Se perdió entre la gente, me di media vuelta y regresé con mis cuates a donde estaba. Al poco rato fui al baño, de regreso me lo tope otra vez y como si no lo hubiera perdido, siguió platicándome, me pasó una michelada. Entre la música, las morras que iban pasando y demás ruido, trataba de ponerle atención a lo que me decía.

Salimos del estacionamiento del OXXO hasta llegar a una calle oscura, solitaria y aunque era época de calor, se sentía frío. Eran como eso de las diez de la noche. Saco un papel, lo abrió, probo con el dedo el polvo ¡Esta perra! préstame una credencial. Le di mi credencial de la escuela, mientras volteaba a ver la luna.

Después me casé, tuve un morro, a los tres meses de nacido tuve pedos con mi vieja, nos mandamos a la verga y me salí de la chamba del segundo piso. Me prestaron un taxi. ¿Qué pachoooo?, le grita a una morra que iba pasando. Saque una cajetilla de cigarros, le ofrecí uno y mientras lo encendía me dijo, pura pinche morra bien buena en esta pari ¿no? ¿Vives por aquí?

Limpió el cofre del carro, y armó las líneas. ¡No mames, no se ve ni madres!, le dije. Tú tranquilo, que yo nervioso, pa’ eso está la luna, pero mejor ponte la nuevas rolas del Gerardo. Me metí al carro, le cambie de canciones y por el parabrisas vi como inhalaba una de las líneas. Levantó la cara y mientras se limpiaba la nariz con las manos, me gritó: ¡ponte “Quién se anima”!.

Y pues ahí aprendí el jale, necesitaba dinero pa’ mi morrito, bueno en realidad fue no más por pinche desmadre.

Cámaras vas tú, me decía mientras sacaba las cervezas. Inhalé y comenzó Mujer de piedra de Gerardo Ortiz, me dio una cerveza y me dijo salú. Chocamos las latas y empezamos a corear la canción.

Una nueve milímetros, cinco mil pesos y así empecé. Fue con un wey que se había pasado de lanza con la hermana de un cuate pesado de ahí por mi colonia y pos dije ya vas conejo blas. La fiesta ya estaba terminando, las morras chidas ya se habían ido. La música ya se había acabado y mis amigos me esperaban. ¿Tons qué? así le hacemos ¿no?, me dijo mientras le daba otro cigarro. Llegue con mis cuates y preguntaron que quién era, les respondí: un cuate que acabo de conocer, que dice que es sicario y pos le dije que a ver qué día me invitaba. ¿Y para qué? Me preguntó uno de ellos, ¿cómo para qué? Pos pa’ ver y escribir como son esos jales.

No sé sí pasaron como tres o cuatro horas o como quince cervezas, pero de lo que sí estoy seguro, que fueron otros cuatro papeles más.

Fui a orinar cerca de un árbol, cuando regresé ya había encendido el carro. Pos ahora sí, a lo que nos truje. ¡Fierro!, le dije mientras me subía el cierre del pantalón.

Las batallas, las agallas, me identifican a mí, un tiempo se opuso el verde pero ya me ha dado el sí, las estrellas, luna y sol astros que brillan en mi” íbamos cantando, a todo lo que daba el sonido del carro, rechinando llantas, la luna callada nos seguía con la mirada, nos guiaba con su luz, con la misma luz que habíamos inhalado.

Se frenó frente a una casa, apago las luces, abrió la guantera, saco la nueve milímetros, se bajó sigiloso, desconfiado y desmadroso me pidió que repitiera la canción. Me desconcerté y cuando le iba preguntar por qué la misma canción a todo volumen ya se había perdido en la oscuridad de la madrugada. Un par de nubes cubrieron la luna, repetí la canción y recosté mi cabeza en el asiento. “Hay muchas formas de las que yo pudiera explicar, la función de mi carrera, mas yo nunca hablo de más, la vida te pega golpes sin tenerte compasión y después de la caída siempre existe un levantón

Cuando desperté, ya había amanecido andamos como entre unos bosques, busqué a Everardo y lo vi subiendo una pendiente, se sacudía las manos. ¡No mames, estas chavo! Me dijo y se subió al carro, saco el último papel, le di mi credencial, primero inhalo él, me paso la credencial con un montoncito en la esquina y mientras le jalaba arrancó y la canción que me había pedido que repitiera empezó otra vez a sonar. “Los archivos de mi vida al comienzo acumulé, repasándolos me acuerdo cuando apenas comencé, el sueño que yo tenía al fin se me realizo

III
La Doña Teresa

Le dicen “la Doña Teresa” su nombre resuena como zumbido de bala antes de atravesar el cuerpo de alguien y es que es una mezcla de respeto y temor, a veces una más que la otra y eso dependiendo de la situación.

Su nombre se rumora en la madrugada, zigzaguea como culebra atravesando el desierto, en este caso las calles oscuras, chiflidos, narcorridos como tono de celular inquietan a quien en sus casas no duermen con la intranquilidad de que sus hijos no han regresado y quién sabe por dónde andan tan tarde.

Porque uno después de escuchar hablar de ella, pensaría que en efecto, no es ella si no él. Por el panteón, allá está en su troca y si no vamos en diez minutos pa’ que te cuento carnalito. En chinga se montan en su motonas, van por la merca y regresan, ya nos mandó “la Doña Teresa” a curar a los enfermitos, dice alguien que hace un par de años ganó los panamericanos en pelota vasca y es que resulta que deja más este pinche jale, que hacerla de deportista, porque pinche gobierno. Pues sí, pero saliste en la tele cabrón. Pues sí, pero es no me da para tragar.

Suenan los celulares, seguro que quieres conocer a “la Doña Teresa”. Simón, quiero verla, aunque no más sea de lejos, yo te espero. Cámaras súbete atrás. El frío de la madrugada se mete por la narices y la motoneta ruge y vamos rumbo al panteón, ahí está “el punto”.

Suena los acordeones dentro de la camioneta, la voz de Jenny Rivera cantando “La Gran Señora” , no se alcanza a ver quién está dentro, vidrios ahumados y chingo de humareda. Nadie habla, intento ver de reojo. Es una mujer pequeña, de ojos grandes, aunque no la distingo bien.

Sale de la camioneta y mira a quien me llevó y el me mira y yo la miro y puras miradas y nadie dice nada y “la Doña Teresa” le da la bolsa con un chingo de papeles, son como dulces, los mete a su morral que trae atravesado desde el cuello. Pasa una patrulla con la sirena encendida, “La Doña Teresa” los mira y la sirena se apaga y se aleja. ¡Vámonos porque aquí asustan!

Así es “la Doña Teresa” silenciosa, imponente, derrotada por la vida, por su marido, quien le dejo la plaza al caer preso, pero salió pronto y bueno, como toda mujer fiel y sumisa mientras su marido se va por las viejas, las cervezas, ella se queda callada. Allá que se chingue, yo ya la mantuve, me toca disfrutar porque uno nunca sabe cuándo vuelve a caer, advierte su marido.

Arranca la moto, acelera y nos vamos alejando, “la Doña Teresa” nos mira mientras nosotros nos perdemos en el oscuro asfalto. Sin dejar de mirarla veo como se agacha a recoger algo, ya no alcanzo a ver que es.

¿Por qué tenía cicatrices en la cara?, pregunto. Pues por qué crees. No, pues no sé, dime. Pues su wey se la chinga, le quita el varo de la venta y como siempre llega hasta la madre de briago y drogado, pos le vale madre su vieja.

Tal vez es el dolor lo que nos hace creer que es más fuerte en todos los aspectos, porque no necesita decir algo, se entienden sus miradas y nos hace sentir como si no se pudiera hacer absolutamente nada en contra de ella, porque aunque las madrizas se las lleve ella y el dinero su marido, ella con una mirada puede hacer que las balas vuelen como luciérnagas en la madrugada y se lo traguen. Pero cuando la derrota es aceptada no queda de otra más que mirar, mirar como la noche se traga al mundo. Y los hijos que aún no llegan a sus casas son los clientes de quien “La Doña Teresa” surte. Y con eso basta. No hay víctimas ni culpables sólo la derrota que cada quien se traga como puede. La derrota heredara por las generaciones anteriores.

¡No mames! Le digo a quien me llevo, no viste mi muñequito. ¿Cuál wey? El zapatista que traía de llavero. No, a lo mejor se te habrá caído en el camino. Ni modo, susurro.

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